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Desde Ámsterdam con amor

Por Tania de Tomás / Viernes 30 de noviembre de 2018

Entre callecitas encantadas, coffee shops, luces rojas y mucho arte y tulipanes, Tania de Tomas nos invita a perdernos en Ámsterdam, un lugar único del cual se vuelve renovado.

Cuando llegué, a pesar de que era primavera, llovía. Como el vidrio del bus que me llevaba al hostel estaba empañado, hice un círculo con la mano para poder ver hacia afuera. Algunos niños correteaban en una esquina repleta de juegos de colores y al alzar la vista descubrí la fascinante arquitectura de la ciudad.

Ámsterdam es para perderse, me dijo una amiga un día, así que después de dejar los bolsos en la habitación salí a caminar en círculos, sin mapa. Decidí postergar los museos y los mercados de flores, quería respirar la ciudad. Caminé por callecitas empedradas y entré a por lo menos seis queserías, había dos o tres por cuadra. En la entrada solían poner bandejas con quesos para degustar y me encargué de probarlos todos. Coffee Shop, decía un cartel en madera discreto, que estaba colocado a la entrada de un pequeño comercio ubicado en una esquina. Tengo el recuerdo de que estaba un poco oscuro y que los rayos de sol dibujaban formas caprichosas sobre las mesas redondas, de madera, que estaban cerca de la ventana. Me acerqué al mostrador y un señor canoso con lentes me preguntó qué estaba buscando. Le dije que quería algo tranqui, «para caminar». Pegué unas pitadas dentro del local y me fui calle abajo mientras la tarde se apagaba. Los timbres de las bicicletas, el aire primaveral en una ciudad en la que el sol casi no se ve, parecían formar parte de una obra de arte. Me senté en un murito frente a uno de los canales con los pies colgando mientras los faroles de la calle se iban encendiendo. En los canales, el paisaje urbano es aún más bello. Las casas son muy estrechas, con ladrillos a la vista, gabletes en punta o rectos y amplias ventanas rectangulares. La mezcla del estilo gótico con el renacentista domina la ciudad, y, cuando mirás las construcciones desde una embarcación, por momentos da la sensación de que se te van a caer encima. Muchas de estas casas se construyeron en el siglo XVII, en pleno Siglo de Oro. Solían vivir en ellas las familias más adineradas y eran tan angostas porque en ese momento los impuestos se cobraban según el ancho de las casas. La más estrecha tiene un metro y está cerca de la Estación Central. 

A la ciudad se la conoce como la Venecia del Norte por la cantidad de sus puentes y canales, donde se amarran más de dos mil casas flotantes, y dicen que en invierno, cuando las temperaturas bajan y el agua se congela, quedan convertidos en una fantástica pista de patinaje.

Es de las ciudades más pequeñas de Europa, pero tiene alrededor de siete mil edificios y construcciones declaradas monumentos históricos. Tiene museos como el Vincent Van Gogh, también está la casa de Ana Frank, y hay más bicicletas que habitantes. Es hermoso ver cruzar una calle a una decena de bicicletas, porque la destreza de los holandeses para conducirlas por momentos hace creer que no están manejando, sino que están danzando sobre ellas.

A la mañana siguiente fui a visitar el Bloemenmarkt, uno de los mercados de flores más famosos. Quince florerías se colocan a orillas del canal Singel y colorean la ciudad. Había flores azules con pintas amarillas, arbustos verdes fluorescentes, más de setecientos tipos de tulipanes, bulbos de tulipán que vienen en una latita muy pintoresca, e inmensos girasoles. Aunque ahora las flores ya no llegan en barcazas, con buen criterio han prolongado el viejo encanto de exhibirlas frescas y reunidas en la orilla del canal.

Entonces me senté en un café y escribí una carta. «No sabés qué linda es esta ciudad. Me acuerdo cuando queríamos venir juntos, deberíamos haberlo hecho.» Le conté sobre el mercado, un poco sobre la arquitectura y también acerca del Barrio Rojo. «No podía dejar de mirar a las mujeres que movían las caderas y se acomodaban el pelo detrás de las vidrieras teñidas de rojo. Bailaban para potenciales clientes que caminaban por la calle.» Y terminé con una PD: «Encontré nuestro libro, el que queríamos comprar en Buenos Aires, pero estaba agotado. Sí, tengo la obra completa de Van Gogh, de Taschen. Y sí, fui al museo, es imponente ver en vivo y en directo esas pinturas. Ya te contaré. Te quiero». Le pegué con cuidado el sellito, pasé la lengua por el borde del sobre y lo cerré mientras caía la noche. Supe que iba a ser más estrellada que nunca.


 

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