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reseña de «Crónicas de los tiempos consensuales»

Aristóteles versus Bush

Por Santiago Cardozo / Lunes 26 de noviembre de 2018
Foto: Freddy Rikken

A partir de la lectura de Crónicas de los tiempos consensuales, de Jacques Rancière, Santiago Cardozo respasa todo su sistema filosófico, siempre vinculado a conceptos como política y sociedad, y nos acerca el pensamiento de uno de los filósofos más destacados de la contemporaneidad.

La obra de Jacques Rancière es, en todos los sentidos posibles, filosófica. En la misma medida, escapa deliberadamente a todos los protocolos, convencionalismos y gestos académicos, a los artilugios de una retórica academicista vacía que suele ir en contra del pensamiento reflexivo, de una producción intelectual auténticamente singular (especialmente en tiempos de papers, de arbitrajes como forma de legitimación y participación de la comunidad académica). Es también una obra conceptualmente incisiva como pocas; una obra que, como el trabajo del propio Rancière ha puesto de manifiesto, puede resumirse en una palabra: política, en el preciso punto en el que lo político no se distingue de lo filosófico (Aristóteles). 

            Una serie de palabras pueden ser útiles para ver los dominios sobre los cuales Rancière reflexiona, a condición de que cada una se vea desbordada por las otras y que todas, más acá o más allá, confundan sus límites: estética (literatura, cine, artes plásticas, etc.), democracia, igualdad, desacuerdo, malentendido, consenso, y de nuevo, política y filosofía.  

            En Crónicas de los tiempos consensuales (Waldhuter Editores, 2018), se reúne una serie de textos «de ocasión» que Rancière publicara en el periódico brasilero Folha de São Paulo de 1996 a 2005. La diversidad de temas tratados, según las circunstancias lo ameritaran, según Rancière quisiera llamar la atención sobre ellos, tienen como elemento común un ataque a la idea de consenso, inherentemente contradictoria a la de política, como el propio Rancière lo mostrara excepcionalmente en El desacuerdo. Política y filosofía, pero también en algunos trabajos de inconmensurable valor, cuya lectura sistemática ha brillado por su ausencia en estas geografías uruguayas y de los cuales cito solo algunos: La noche de los proletarios. Archivos del sueño obrero (1981), El filósofo y sus pobres (1983), El maestro ignorante. Cinco lecciones sobre la emancipación intelectual (1987) —el más conocidos entre nosotros—, El reparto de lo sensible (2000), El odio a la democracia (2005), El espectador emancipado (2008).

Así, en Crónicas de los tiempos consensuales podemos leer: «El significado de “consenso”, en efecto, no es el acuerdo de las personas entre sí, sino el del sentido con el sentido, el acuerdo entre un régimen sensible de presentación de las cosas y un modo de interpretación de su sentido. El consenso que nos gobierna es una máquina de poder en la medida en que es una máquina de visión. Solo pretende constatar lo que todos pueden ver combinando dos proposiciones sobre el estado del mundo; una que dice que por fin estamos en paz, otra enuncia la condición de esa paz: el reconocimiento de que solo hay lo que hay», algo que nos recuerda la conocida frase de «es la economía, estúpido». 

            En este sentido, en el primer artículo del conjunto («La cabeza y el vientre») decía Rancière que hoy día los gobernantes ya no tienen que esforzarse por convencer al pueblo de la situación que se vive, pues ahora «No tienen más que mostrar a los hombres del mundo de las necesidades y los deseos [los hombres del vientre, dice Rancière] lo que manda la necesidad objetiva presentada con números exactos. Ese es, en suma, el significado de la palabra consenso». En oposición, la política «es la manera de ocuparse de los asuntos humanos que se funda en la loca premisa de que uno cualquiera es tan inteligente como cualquier otro y de que siempre hay al menos otra cosa por hacer además de la que se hace».

            Así, desde textos de análisis de situaciones políticas en diversos países hasta notas en las que se analizan aspectos actuales donde se debate sobre el arte contemporáneo y sus antecedentes, pasando por el comentario de películas como Día de la Independencia y La vida es bella, Rancière despliega un pensamiento siempre desafiante, cuya lectura exige de nosotros un esfuerzo por comprender la posición que ocupamos en la estructura social, qué discursos repetimos, a cuáles nos plegamos, en suma, de qué manera las palabras que usamos definen el espacio social en el que vivimos y en el que percibimos ciertas cosas y no otras, ciertas formas de decir como formas de pensar, de plantear los problemas, de participar en la división de las tareas y los roles sociales entre los individuos. Esto es, y no otra cosa, para Rancière, la política.  

            En «El tiempo, las palabras, la guerra», Rancière analiza la desaparición de la política en la «política» mundial después de la caída de las Torres Gemelas, observando los discursos que elaboran los grupos o Estados autoritarios que apelan a un Dios para justificar sus ataques y los discursos de los Estados liberales que reducen las cosas a la administración de lo común. En su contra, señala Rancière: «Hoy se deja ver más que nunca que la política no es un dato permanente identificable con la organización de las comunidades estatales. Es, mucho más, una manera singular de manejar los conflictos y hacer de ellos el centro mismo de la vida en común». El discurso que apela a la fe ignora la política porque les confía la solución de las cosas a las entidades del «más allá» en nombre de las cuales se actúa, porque ellas poseen una verdad absoluta que no acepta el desacuerdo; el discurso de la gestión de lo común, por su parte, borra la política porque no le interesa plantear las cosas en términos de un espacio constituido por el conflicto entre lo mismo y lo otro, por los acontecimientos no predecibles que puedan trastocar el reparto de lo sensible. 

            De forma semejante, en «El silogismo de la corrupción» Rancière sostiene que la política debe alejarse de la «inquietud de la transparencia» y del «reino mediático de la visibilidad», porque ella se funda en la distancia, ajena a la inmediatez. Hoy, se cree que hay política cuando se llega a determinados niveles de la vida de los gobernantes en los que se detectan corrupciones pequeñas, medianas o mayores, allí donde el sistema capitalista, se dice, muestra su dimensión inherentemente corrupta, dando lugar al reclamo, en consecuencia, de más democracia; pero no se advierte que eso no es más que el discurso de la gestión llegando a donde antes no llegaba o no lo dejaban llegar, sin que el orden social que ha hecho posibles todos esos juegos de niveles de visibilidad y transparencia se vea alterado en lo más mínimo, puesto que sigue predominando lo real indiscutible de la economía, que obtura toda política a través de los índices de esto o de aquello, de las gráficas así o asá, de la evolución de tal cosa con respecto al mismo mes del año pasado, en un discurso perfectamente impersonal que deja las cosas tal como estaban. 

            Basten estos ejemplos para ilustrar —muy deficientemente, es cierto— el tipo de tratamiento que Rancière les da a los diversos temas que aborda. Estas Crónicas de los tiempos consensuales, que decíamos «de ocasión», tienen la virtud de poseer un excedente de sentido que les permite trascender su tiempo y mostrarnos hoy una forma de pensar la vida en común, los problemas que tocan y hacen a la polis. En todas ellas —en algunas más, en otras menos—, la política es siempre una interposición crítica colocada en el interior del consenso, esto es, de cierto régimen de inteligibilidad que nos dice no solo cómo es el mundo, sino también cómo debemos interpretarlo y qué podemos hacer en consecuencia. El abanico de asuntos es muy amplio y uno solo: siempre la política versus el consenso; la fineza de los análisis sorprende detrás de las situaciones más triviales, más comunes, que dejan de ser, entonces, triviales y comunes. Y nosotros, como complemento, podemos imaginar crónicas sobre tertulias radiales con analistas políticos que nos explican cómo es la política uruguaya o sobre programas televisivos de debates en vivo con panelistas que hablan todos a la vez y que contribuyen, según suelen decir, a la democracia con la pluralidad de ideas sobre los temas de hace un minuto, los temas «candentes», los temas de la inmediatez. Que todos evoquen la democracia y nadie se detenga a preguntar por su sentido es una buena prueba del consenso social que gobierna ciertas prácticas discursivas, inversamente proporcional a la existencia de política.    

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