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ajuste de cuentas / canciones desnudas

Prince: exuberancia y crueldad

Por Tabaré Couto / Viernes 04 de mayo de 2018
Prince en 1991

El pasado 21 de abril de 2018 se cumplieron dos años de la muerte del multifacético artista, originario de Mineápolis, Prince. Tabaré Couto recuerda aquel verano pegajoso de 1991 en Buenos Aires, en el que la lluvia violeta fue en vivo y en directo, y pudo ver a este músico fuera de serie darlo todo, en un corto pero intenso recital, en el estadio River Plate. Una crónica con playlist incluida.

Prince: su perversidad, su escénica caricaturización del lado oscuro del hombre, es la nuestra. Mientras nosotros, perseguidores perseguidos tratamos de disimularla, Prince hace de la perversidad un ritual de la desestabilización del orden establecido. Y eso desacomoda, irrita.
Raúl Forlán Lamarque, revista Gas, n.° 4, 1988

 

Abril de 2016. Almuerzo. Clima otoñal, muy agradable. Restaurante con mesas en la vereda. Barrio Italia. Santiago. La muerte de Prince asalta mi celular. Se expande en posteos en las redes, mensajes, alguna llamada. Sexy motherfucker, por qué tenías que morir así y ahora. Recuerdo cuando te vi por única vez y todavía el pop tenía alguna esperanza de escapar de la vulgaridad.
Era 1991. Yo estaba tendido sobre la cama, todavía con la ropa puesta, con el control remoto en mi mano cambiando los canales de televisión cuando la película de todo lo que vivimos aquel lunes 21 de enero atravesó desordenadamente mi cabeza. Por la mañana, después de la tormenta infernal del domingo a la noche que colapsó los aeropuertos de Buenos Aires y Montevideo, los vuelos despegaban con cuatro, seis, ocho horas de retraso. Buenos Aires te recibía con un abrazo de humedad que propiciaba el agobio en varios rostros desencajados.
En el mismo momento en el que de los titulares de todos los diarios del mundo colgaban misiles y heridos, prisioneros y cifras de muertos, y desaparecidos en algún lugar cercano al Golfo Pérsico, el pequeño hombre de Mineápolis, prisionero de su propio ego y talento, deambulaba descalzo en su suite de un hotel de Buenos Aires. El símbolo de la paz bailaba en su pecho.

entrada al recital de 1991 en River

Afuera, decenas de ojos espías, de eruditos fanáticos y de oxigenadas groupies plásticas, estaban ajenos a todo y atentos a nada, es decir, en busca de algo que jamás verían.
Mientras tanto, la noche caía apaciblemente, las nubes se desdibujaban y una helada refrescaba el cargado cielo bonaerense. Prince, molesto, quién sabe por qué mirada indiscreta, se ocultaba en su limusina camino al estadio. En Núñez, perdido en la multitud, entre un público que no se preocupaba demasiado por estar cerca de la valla de protección junto al escenario o camuflados en la coqueta pista baja del estadio, uno se preguntaba: ¿Qué te conmueve?, ¿qué te puede sorprender en estos días de fin de siglo, entre guerra química y acid house, entre heavy pop glamoroso y neohippies posmodernos? Seguramente, pocas cosas. Apenas aquellos momentos mágicos y fulminantes —que uno precisamente creía que nunca viviría—, como la explosión de música e imagen que atacó nuestros sentidos aquella noche. Una suerte de revelación sónica y visual para la que no existe prevención posible y ante la cual es realmente difícil de reaccionar a tiempo. Cuando uno se percata de que ha sido atrapado por la energía y el poder de un show único, esa fuerza se cuela entre los huesos, te eriza la piel y te desata los sentidos. Una masa de sonido de insistentes bases funk, con toques de elegancia soul, soberbios sorbos de blues y martilleantes ráfagas de rap recorre nuestros cuerpos, se instala en nuestras rodillas para descolocarlas en un baile que cualquier ser humano normal no debería resistir. Y es Prince, que dirige el ataque, como un gurú narcisista que no soporta la indiferencia de su potencial audiencia, como un pirata de la última década del siglo XX, quizá el único capacitado en aquellos (y estos) años para metamorfosear la música del pasado en su propia música con estilo, clase y, aunque parezca contradictorio, con originalidad.
Incluso así, Prince en escena no es fácil de digerir. No se trata simplemente de un repaso esplendoroso, pisando sobre seguro, de sus más grandes éxitos. Prince es tan extaordinario como cruel. Sin concesiones. Sin otorgar ninguna posibilidad de reacción. Desde el primer round su apuesta es vertiginosa. En el segundo o tercer asalto, Prince nos deja en la lona, tendidos boca arriba y sin aire y, para colmo, ni siquiera aguardará a que suene la campana, que ya se habrá marchado del ring. No es un un show, es una aplanadora. Y la sensación flotante que deja es de indignación-admiración. Uno busca respuestas y encuentra en su cerebro grogui una épica versión de «Purple Rain» y una dolorosa, sentida y caliente revisión de su tema, «Nothing Compares 2 U», como golpes claves y decisivos. Impactante y arrollador, como una bestia insaciable tras su presa, apenas respiró con el blues seco y cortante de Rosie Gaines o en las insinuaciones al piano de «Question of U».  Pero Prince es hiperprofesional, exuberante y, hasta por momentos, barroco. Es caliente y electrizante. Libidinoso y seductor.

Aquella noche de verano de 1991, el hombre que veinticinco años después aparecería muerto en el ascensor de su mansión-estudio de Paisley Park no nos dio tregua con un show que fue breve, como una especie de plato exquisito que, sin embargo, nos dejó hambrientos. O, mejor aún, fue, en medio de una noche pegajosa y húmeda, como un jugo de frutas refrescante que nos endulzó —así, hasta empalagarnos—, y nos dejó sedientos.


Escuchá el top 25 de Tabaré de los temas de Prince a los que tenés que darle play.

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