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Nada es sagrado

Por Marianella Morena / Domingo 28 de enero de 2018
Fotografía de Vianey Lozada
La muerte, el dolor, los recuerdos. Los olores y estaciones, la mutación constante y absurda de la vida. Todo eso que nos toca en lo más profundo de nuestro ser es puesto en palabras escritas desde las entrañas por Marianella Morena.

Noviembre 2017. Estoy en Madrid con mi espectáculo Rabiosa melancolía, va a verme una productora, habla sobre su hermana bailarina, y me muestra un video. Llego a Montevideo y nos encontramos en una cafetería.

La conozco desde hace muchos años, siempre con ese ritornello: «Tenemos que hacer algo juntas». Es primavera, llueve, y, como si el cosmos tomara decisiones, las ideas bajan suavemente, sin presión ni locura, esperándonos. El cuerpo me obsesiona, el cuerpo como relato, como fuente de placer y conocimiento, como legitimador de lo que es, sin preocupación por la herencia. El pasado es el texto, siempre es pasado, aunque tenga horas, objeto reducido y apretado, es el corsé histórico. Hablamos de dinero, algo difícil para ambas, en cómo revertir eso, y en las antípodas se nos ocurre hacer algo outsider, por fuera de salas, y colocar el cuerpo de ella en un lugar privado y público, mínimo y máximo. Olvidarnos al extremo de lo rentable; no ganamos, entonces no ganemos nada, y seamos libres. Son los momentos de levedad, cuando una flota, y se olvida de que alguien organice su jerarquía, y una decide. Eso: decidir. No me importa.

Escribo desde la actriz que ya no actúa, escribo desde el cuerpo que no está en escena, pero presta su sudor y su sentir para ser palabra. Escribo desde el impacto antes de ser lenguaje, desde la soledad que me intimida para rastrear el origen, antes que la ingeniería cultural, el idioma español y la gramática teatral se impongan. Escribo para conocer la respiración y su sabor, para tener el latido del actor en mi mano, sin que el cuerpo de otro habite el mío. Solo cuando escribo la experiencia es laboratorio, el resto es burocracia.

Es fin de año, hace poco murió mi padre, fue el 15 de diciembre. Nos encontramos con Carolina en otro bar, más amable. A diferencia del anterior encuentro, hace calor, y cambiamos café por limonadas. Llega en bicicleta y hablamos de los padres que no están, de cómo permanecen, de las reacciones personales que tenemos al no saber qué hacer con eso. Me cuenta sobre el suyo, y cómo trabajó el recuerdo (muchos años después) en una coreografía. Yo todavía no resolví qué hacer con el dolor, con la piedra del dolor, que está ahí esperándome, como esperan las palabras que aún no escribí, como me espera el escenario vacío. Como si Beckett viniera a hacerme preguntas, a mirarme de frente, y yo bajo la vista. Pero eso es ficción; cuando la muerte se acerca, nos aferramos a lo vivo más cercano; la pulsión vence, siempre vence. Y una puede ser el animal más animal, desconocido. Eso sucede cuando se escucha, porque la cabeza no piensa sola.

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