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la reina del pop cumple 60 años

Crecer con Madonna

Por Natalia Mardero / Jueves 16 de agosto de 2018
Foto: Richard Corman

Natalia Mardero deja reposar a las grandes narradoras y esta vez nos cuenta cómo es crecer acompañando todos los pasos de la vida y la obra de una mujer tan talentosa como controversial, tan de otro planeta como humana: Madonna, la diosa del pop que hoy, 16 de agosto de 2018, está cumpliendo sesenta años.

I’m tough, ambitious, and I know exactly what I want.
If that makes me a bitch, OK.

«¿Qué querés que te traigamos?», preguntaron mis padres, que en 1985 fueron a Francia por una beca de mi padre. «Como una virgen de Madonna», contesté sin dudarlo. Ni siquiera entendía a qué tipo de virgen se refería el título, para mí, una virgen era la madre de Jesús, la que estaba en el altar de la capilla de mi colegio. El long play era muy grande para meter en la valija, «se podía romper», así que recibí un disco simple que aún poseo como un tesoro. De un lado está «Into the Groove», la canción de la película Desperately Seeking Susan, y del otro, la balada «Shoo Bee Doo». Me sentaba de piernas cruzadas delante del equipo de audio; con los enormes auriculares puestos lo escuchaba una y otra vez. Desde entonces, «Into the groove» es mi canción favorita de Madonna, que no pasa una semana sin que la escuche al menos una vez. Es de esos temas que pueden cambiarte el humor de inmediato, inyectándote un deseo profundo de bailar y ser completamente libre, aunque seas una incapacitada total para el baile.


En 1985 yo tenía diez años. A Madonna la había escuchado en la radio, pero, durante un tiempo, no había visto su cara. Hasta que en el programa Solid Gold, que conducía Berch Rupenian en Canal 12, pasaron el video de «Material Girl». ¿Cómo explicar el efecto que ese hecho tuvo en mí? Nunca había visto nada igual. Una chica que emulaba a Marilyn enfundada en un vestido rosa, pero que bailaba y cantaba descaradamente sin un ápice de fragilidad. Fue devoción a primera vista.

No fui muy original. Lo que me sucedía a mí les pasaba en simultáneo a miles, millones de niñas y adolescentes alrededor del mundo. Esa chica había llegado para mostrarnos algo importante. Era más que usar ropa con encaje, pulseras de goma y crucifijos: nos estaba diciendo que podíamos ser dueñas de nuestro cuerpo, tomar las riendas de nuestras vidas y que nadie nos iba a detener.


Madonna Louise Veronica Ciccone Fortin nació el 16 de agosto de 1958, en Bay City, Michigan. Fue la tercera de seis hijos de un inmigrante italiano y una madre francocanadiense que también se llamaba Madonna. Entre tantos hermanos, la niña sentía la necesidad de resaltar y llamar la atención. Cuando tenía cinco años su madre murió de cáncer, y este hecho marcaría su vida y su carrera para siempre. Tres años después, su padre se volvió a casar y llegaron dos niños más; la caótica vida familiar acentuó la rebeldía y moldeó el espíritu de la adolescente.

Madonna quería ser bailarina. Ganó una beca en la universidad de Michigan, pero a los dos años sintió que en esa ciudad no llegaría muy lejos. Dice la leyenda que en 1977 llegó a Nueva York con treinta y siete dólares en el bolsillo. Era la primera vez que se tomaba un avión, la primera vez que se tomaba un taxi. Le dijo al conductor: «Llevame al centro de todo». La dejó en Times Square. El resto es historia. «Es la cosa más valiente y más afortunada que he hecho nunca», declaró años después.

A principios de los ochenta el under neoyorkino estaba en plena efervescencia. La ciudad era peligrosa pero excitante: el centro del universo si querías llegar a ser alguien. Madonna formó parte de esa escena artística que dejaría huella, se hizo amiga de Keith Haring, fue novia de Jean-Michel Basquiat, pasaba noches enteras en la pista de baile de Danceteria, el legendario club que era visitado por Vivienne Westwood, Cyndi Lauper, Sonic Youth, Beasties Boys y Grace Jones. Pero, a la vez, tenía claro lo que había ido a hacer a la ciudad, y su disciplina era la de un monje budista. Vivía en un pequeño apartamento del Lower East Side —en ese tiempo infestado de proxenetas y traficantes—, trabajaba en un Dunkin’ Donuts, bailaba en el Alvin Ailey American Dance Theater y estudiaba Danza con el coreógrafo Pearl Lang. Tenía solo un par de dólares para gastar en comida cada día. Ella sabía que su cuerpo necesitaba proteínas, carbohidratos y vitaminas para reponerse de los largos ensayos, así que compraba yogurt y una bolsita de maní, a veces solo pop y un jugo de frutas.  

Pronto se dio cuenta de que la escena musical podría darle la notoriedad que con la danza no estaba logrando, así que fundó varias bandas menores, como Breakfast Club y Emmy. En 1982 firmó un contrato con Sire Records y en 1983* lanzó su primer disco: Madonna, que contenía uno de sus clásicos más eternos, «Holiday», producido junto al DJ John Jellybean Benitez y que recogía los sonidos dance que la habían inspirado en los últimos años.

Un día de 1986, que con mi hermano nos íbamos a Colonia a la casa de mis tíos, les pedí a mis padres que nos compraran en el quiosco de la Onda la revista Rock & Pop para leer en el viaje. Es que recién había salido el disco True Blue y ella estaba en la tapa, retratada por Herb Ritts. Tenía un look nuevo, el pelo corto revuelto y rubio, la cara lavada y una campera de cuero. En la entrevista hablaba de su matrimonio con Sean Penn y de ese nuevo camino que había emprendido con canciones más maduras que no dejaban de sonar en todos lados. En Colonia, mi amigo Fede y yo tratábamos de sacar los pasos de baile de los videos de «Papa Don’t Preach» y «Open Your Heart», buscábamos en diarios y revistas cualquier cosa que se dijera sobre ella, lo fotocopiábamos y nos lo mandábamos por correo postal cuando yo estaba en Montevideo. Era armar un rompecabezas, rastrear cualquier noticia que nos dijera algo más, algo que ya no supiéramos sobre ella.

En 1987 emprendió el Who’s That Girl World Tour, su primera gira a nivel mundial. El show, que la mantenía corriendo, bailando y sudando enfundada en su icónico corsé durante casi dos horas, era un presagio de lo que buscaría fervientemente en las décadas siguientes: combinar teatralidad, danza, recursos técnicos, tecnológicos, y hasta contenido político, para cimentar un relato que fuera mucho más que una serie de canciones entrelazadas. Lo que Madonna logra con cada gira es llevar la música en vivo a un nuevo nivel de espectacularidad.  

Quizá su show más sofisticado, elegante y demoledor sea el Confessions Tour de 2006, donde la experiencia acumulada, la comunión con el público, un sólido conjunto de éxitos y un impecable disco dance recién estrenado —Confessions on a Dance Floor— logran que la maquinaria funcione a la perfección. Faltarían, sin embargo, varios años para que llegara mi oportunidad de verla en vivo.


Cuando los ochenta estaban a punto de esfumarse, ella los cerró con broche de oro. El disco Like a Prayer fue la prueba indiscutible de que Madonna era capaz de reinventarse, tomar riesgos creativos y aun así dominar los charts y enamorar a la crítica. Es que ese disco no solo enloqueció a sus fans, sino que le sumó nuevos fieles. En los cumpleaños de quince saltábamos de la silla cada vez que el DJ se dignaba a sacar el enganchado de Loco Mía y poner «Like a Prayer» o «Express Yourself». Entre cruces en llamas, cuerpos sudorosos y gestos obscenos, sus videos millonarios eran tan provocadores que lograban su cometido: presencia en todos los medios, prohibiciones de la iglesia, protestas de asociaciones familiares, señoras horrorizadas en general. Pero el escándalo, al final, solo hacía que vendiera más discos. La chica que había sido descubierta en una discoteca de Nueva York en 1982 despedía la década con setenta y ocho millones de discos vendidos alrededor del mundo.

En los noventa, mientras crecía y me internaba en las profundidades de la posadolescencia, Madonna atravesaba su etapa artística más escandalosa, oscura y experimental.  El grunge, el punk y las bandas riot grrrls que yo había empezado a escuchar nos alejaron un poco, pero igual seguía de reojo todos sus movimientos. En el noventa y uno fuimos con Fede a Cinemateca a ver un ciclo de video clips porque iban a pasar el de «Justify my Love», que estaba prohibido por su alto contenido erótico. Ese mismo año se estrenó Truth or Dare, la hipnótica película documental en blanco y negro que recoge los entretelones de la diva y sus bailarines en la gira Blond Ambition Tour (Canal 10 pasó una versión recortada y doblada al español que todavía debo tener guardada en VHS en algún cajón). Y al poco tiempo apareció Erotica, un disco personalísimo, denso, que te arrastra a las profundidades de las discos neoyorkinas de los setenta, y que en su momento no supe apreciar completamente. Para completar el alboroto lanzó el libro Sex, una lujosa publicación de tapas metálicas repleta de fotografías y mensajes que aludían a sus fantasías y deseos sexuales más profundos. Para Madonna su trabajo era arte, y con este buscaba aguijonar al público y hacerlo reflexionar sobre su propia sexualidad. Lo que le molestaba era que se tomara el producto con tanta literalidad; de hecho, una vez declaró: «Probablemente todo el mundo piensa que soy una ninfómana delirante, que tengo un apetito insaciable, cuando la verdad es que prefiero leer un libro». Sex debe ser lo más audaz que produjo en su carrera, y hoy es un objeto de culto difícil de conseguir, a no ser que estés dispuesto a pagar un par de cientos de dólares y recibir uno usado.


Cuando terminé la universidad me puse a trabajar y a pensar en independizarme. Mientras lidiaba con las responsabilidades de la adultez, ella encarnó a Evita, tuvo una hija, se hizo adicta al yoga, comenzó a estudiar la cábala judía y creó de la mano de William Orbit una de sus obras más celebradas: Ray of Light. Para mí, que en ese entonces escuchaba cosas como Portishead y Massive Attack, este disco maduro, delicado, sutil y lleno de espiritualidad era perfecto para volvernos a encontrar. Madonna estaba de regreso como mejor le salía: reinventándose, arriesgando y ganando, y me acordé de por qué la había querido y entendí por qué me volvía a conquistar. Desde entonces he seguido todos sus pasos sin chistar, los más y menos celebrados. Porque con altibajos, la mujer sigue teniendo cosas para decir, versiones de ella misma para mostrar, y no deja traslucir ni la mínima intención de retirarse.


En 2008 estuve a punto de verla en vivo en Buenos Aires, pero un cambio repentino en su cronograma de shows lo impidió. Así que, en 2012, cuando se anunció que daría un par de conciertos en River Plate en el marco de su gira MDNA, no lo dudé. Con mi amiga Marian llegamos temprano, tan temprano que lo primero que vimos cuando ingresamos al estadio fue a Madonna haciendo la prueba de sonido. Estaba vestida con ropa deportiva negra, sin maquillaje, repasando canciones con su guitarra y dándose el tiempo para charlar y hacer bromas con sus fans. Luego de casi treinta años de ser una devota a distancia, así era entonces compartir con ella el mismo espacio-tiempo: se sentía como lo más natural del mundo.

Las horas pasaban. Se decía que Madonna estaba enferma, que tenía fiebre, y la posibilidad de que se cancelara el show era cada vez mayor. La gente se empezó a impacientar, silbaba y abucheaba. Entonces, cuando parecía que la espera se hacía intolerable, las luces se apagaron. Un enorme incensario comenzó a moverse en el escenario; campanas de iglesia sonaron estrepitosamente y nos pusieron en alerta. Madonna hizo su característica entrada triunfal, y con los primeros acordes de «Girl Gone Wild» el estadio se vino abajo. El despliegue de recursos y la entrega física dieron sus frutos, porque la gente se olvidó de la tardanza y el espectáculo avanzó a la perfección. A mitad del show se tomó un respiro, bebió agua y nos dijo: «Gracias por esperarme. No me siento bien esta noche, tengo fiebre. Necesito que me ayuden el resto de la noche, ¿ok? Canten conmigo cada canción».  No tuvo que pedírnoslo dos veces.


Madonna recibe su cumpleaños número sesenta viviendo en Lisboa, ciudad a la que se mudó en 2017 porque, entre otras cosas, quería alejarse de la administración Trump y porque David, uno de sus hijos, juega en las categorías juveniles del Benfica. Los sonidos de Portugal la han cautivado —no es raro ver en su Instagram registros de noches de fado en tabernas lusas— y hace poco anunció que a fines de 2018 lanzará un nuevo disco inspirado en la música del país ibérico. Para algunos, que su carrera continúe es irrelevante e innecesario. «No envejezcas. Envejecer es un pecado», declaró recientemente con un dejo de ironía. Yo también, que crecí con ella, comienzo a acompañarla en ese camino, el de hacerse mayor, el de sentir una incongruencia atroz entre las arrugas del espejo y esa suerte de fuego interior que está lejos de apagarse. Soy de las que no quiere que se calle, de las que piensa que el mundo con Madonna es un lugar mucho más divertido. Por suerte ella disipa cualquier temor y lo deja bien claro: «La gente piensa que un día se despertará y yo ya no estaré ahí. Pero nunca me iré».


En 2013 el fotógrafo Richard Corman lanzó el libro Madonna NYC 83, una impecable edición que recoge imágenes que le tomó a la cantante en 1983, en su casa y en el barrio en que vivía, poco antes de que se hiciera famosa fuera de Nueva York. 

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