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Capricornio: Lemmy Kilmister

Por Tüssi Dematteis / Viernes 29 de diciembre de 2017
Lemmy Kilmister en 1980. Foto: Virgin Rocks
Cerramos el año con una de las autobografías más picantes de toda la historia: he aquí la vida de Lemmy Kilmister, el líder de Motörhead, la legendaria banda de rock ’n’ roll que apagó su voz en el 2015, pero que sigue prendida fuego en el corazón rockero de cada fan.

La muerte de Ian Fraser Lemmy Kilmister a fines del 2015 fue como un mazazo en el inconsciente colectivo del rock. No porque fuera muy sorpresiva; era un hombre mayor y que había hecho de todo excepto llevar una vida saludable, pero de alguna forma era la encarnación definitiva de un espíritu de rock excesivo, hedonista, algo machista y bienhumorado que ya se ha convertido en un anacronismo, al igual que el estilo musical que su banda, Motörhead practicaba y que ocupaba un lugar solitario entre el heavy metal, el rock ’n’ roll y el boogie. Pero aunque documentales, tributos y una rara sensación de pesar familiar, acompañaron su partida, el propio Lemmy había escrito su testamento en forma de memorias en el 2002, unos años antes de que prácticamente toda su generación comenzara a escribir lo que sus cascoteados cerebros conservaban, como testimonio de unas vidas excepcionales, ya alejadas definitivamente de lo que habían representado como rockeros, es decir, de la juventud. Tal vez por haber visto pasar a la guadaña muy cerca varias veces, Lemmy —ya convertido en una institución pero aún activo musicalmente— decidió registrar su historia en White Line Fever, autobiografía que, como el nombre de su banda (Motörhead, o «cabeza de moto», es una forma de denominar a los adeptos a las anfetaminas, la sustancia de preferencia del bajista), se titulaba como una canción sobre drogas, un libro que —como su música— fue más conocido que exitoso, pero es una de las autobiografías rockeras más divertidas que existen.

Motörhead por Hannes Schmid

Ni el cavernícola hirsuto que algunos creían viendo sus fotografías o —sobre todo— escuchando sus feroces canciones, ni el intelectual secreto que otros suponían al darse cuenta de que era un hombre con una buena cultura literaria y un agudo sentido del humor, Lemmy era sobre todo un carismático, uno personaje capaz de generar respeto y simpatía sin tener que exacerbar su ego, y ese encanto se transmite maravillosamente a White Line Fever, cuya lectura es tan enérgica, efervescente e hilarante como la música de Mötorhead. De hecho es un libro que suena a rock ’n’ roll.

Lemmy Kilmister por Chalkie Davies

Donde otras memorias de rockeros, particularmente los ligados al heavy metal o al punk, se esfuerzan por magnificar sus aspectos autodestructivos y libertinos con una cierta jactancia —compensada luego por las reflexiones aleccionadoras y el espíritu de «no hagan lo que yo hice»—, Lemmy no hace ningún esfuerzo para subrayar su imagen hipermasculina y pesada. Al contrario, en ocasiones da la impresión de bajarle el volumen pudorosamente a algunos excesos y elegirlos no tanto por la admiración que puedan despertar, sino por su simple gracia. Payaso hasta el final, las memorias de Lemmy son las de un pícaro, un bon vivant que no pretende ser ejemplo de nada, ni siquiera de la incorruptibilidad artística que suele atribuírsele y respecto de la cual es muy pragmático, tanto como su famosa frase de introducción de todos sus conciertos: «somos Motörhead, tocamos rock ’n’ roll». Es así de simple, casi zen.


Motörhead por Chris Walter

Como en todas las buenas comedias, Lemmy cuenta su vida con humor pero con algo de tragedia, y nada de culpa, se filtra tanto en el recuerdo de los numerosos amigos caídos en el camino y a los que sobrevivió —con el tren de vida que describe, sigue siendo sorprendente haya llegado hasta los setenta años—, pero los tonos oscuros nunca se imponen en el relato. No hay arrepentimiento, ni miedo, ni grandes rencores, ni deseo de recomposición, exactamente como en las canciones de su banda. Lo cual es notable, porque aunque su banda existió durante cuatro décadas, esta llegó a su cima popular y artística en los primeros cinco años, siendo el resto una extensa —aunque digna— decadencia con altibajos. White Line Fever, escrito un par de años antes de que Lemmy llegara a los sesenta años, reconoce francamente eso, y no le importa un carajo. ¿Qué otra cosa se podía esperar? No se trata de un libro de quejas, sino uno de las aventuras de un bribón inglés. Leerlo ahora tiene un cierto regusto melancólico, porque ya no son los recuerdos de una leyenda viviente, como uno se había acostumbrado a ver a Lemmy. Pero contrariamente a lo que sostiene su canción «Dead Men Tell No Tales», es el libro de un muerto parlanchín, incorrectísimo e incorregible, que una década antes de su muerte, tuvo la buena idea de resumir una vida que ya no cambiaría, cosa que no parece haberlo preocupado.

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